Difícilmente los argentinos que en la década del 70 formaban parte de los miles de jóvenes que fueron víctimas de la despiadada violencia ejercida y fomentada por los gobiernos de facto, olviden al famoso “Pérez Gil”. Despojado de carne y huesos, este era el nombre con el que las autoridades denominaban a toda persona que manifestase el deseo de acceder a algún tipo de participación en la conducción del Estado por las vías legales.
Además de gil, Pérez era según los dictadores, un subversivo que atentaba contra el “estilo de vida argentino” y el “ser nacional”, razones por las que debía ser combatido como las guerrillas, a través de la aplicación de la teoría del “peine grueso y el peine fino”. Primero había que liquidar al brazo armado de la subversión y luego a lo que las autoridades denominaban “sofisticado aparato de superficie”, formado por los profesores de todos los niveles de enseñanza, los médicos de comisiones hospitalarias, periodistas de izquierda, sacerdotes obreros y escritores con sus correspondientes amigos y familiares.
Aún cuando pasaron 40 años de aquel período nefasto, que acabó con toda posible cuota de interés y responsabilidad por parte de la juventud respecto a los asuntos que involucran cualquier compromiso con la política, hombres como José Pablo Feinmann no pierden las esperanzas de encontrar en la generación de los noventa aquel sentimiento secundado de ideología, tal como lo describe en el artículo “Monólogo del horno setentista”.
“Ustedes, perejiles de los noventa, ni siquiera tienen una época histórica propia. Viven una modalidad de nuestra propia historia, la modalidad de la derrota”, expresa el autor apelando a la toma de conciencia. “El Che para nosotros no era un póster inofensivo, era un proyecto revolucionario, una imagen que convocaba a transformar el mundo, no a decorar una habitación”, agrega.
De alguna manera lo que el autor quiere expresar a través de este tipo de comparaciones, es que aún cuando su generación fue fuertemente reprimida en todos los sentidos, los jóvenes eran luchadores, y a la hora del combate habrían fuego con las armas de la mente: sus propias ideas, a diferencia de quienes los hostigaban, que si hacían uso de su fuerza para lastimarles el cuerpo ignorando que lo que verdaderamente querían matar no moría, porque sus pensamientos eran inmortales.
Lo que Feinmann reclama a la generación de los noventa, es la existencia de ideas fundamentadas en la propia raíz de la juventud, es decir aquellas que tienen fuerza de cambio para lo que “no está bien”, o lo que puede estar mejor. Teniendo todo para poder hacer lo que en aquel tiempo era imposible, las secuelas que la década del setenta dejó, hacen que quienes ya vivieron el calvario reclamen a los jóvenes del nuevo siglo que reaccionen para evitar que los hechos se repitan, de manera que Pérez Gil pueda descansar en paz.